La implantación de la Zona de Bajas Emisiones (ZBE) en Santander ha desatado una tormenta política, social y medioambiental que amenaza con convertirse en uno de los grandes escándalos municipales del año.

Lo que para el equipo de gobierno del PP era una mera formalidad para cumplir con la normativa europea, se ha convertido en una grave acusación de “negligencia institucional” por parte de colectivos ciudadanos y ecologistas, que denuncian que la gestión del proyecto es poco menos que un “fraude de escaparate”.
La Asamblea Ciudadana Santander Saludable, que agrupa a más de una docena de asociaciones vecinales, ecologistas, plataformas por la movilidad sostenible, sindicatos y partidos políticos, ha puesto el grito en el cielo tras conocer los detalles del proyecto de ZBE aprobado por la Junta de Gobierno Local.
El núcleo del conflicto radica en una decisión que, a ojos de la Asamblea, reduce el compromiso ambiental de la ciudad a una mera operación de cosmética: limitar la ZBE exclusivamente al barrio del Ensanche, una zona que representa apenas el 0,6 % del suelo urbano de la ciudad.
Esa delimitación ha sido calificada como “insultante” por quienes llevan años exigiendo acciones efectivas para combatir la contaminación en Santander.
Y no es para menos: la ordenanza aprobada excluye de facto los barrios con mayores niveles de polución, como Castilla‑Hermida, San Fernando, Valdecilla o Cuatro Caminos, zonas densamente pobladas y con un tráfico diario muy elevado.
La paradoja es evidente: se deja fuera precisamente a los lugares donde la implantación de una ZBE tendría más sentido y mayor impacto en la salud de la ciudadanía.
Pero lo que ha terminado de encender los ánimos es la opacidad con la que el Ayuntamiento ha tramitado este proyecto.
La Asamblea ha denunciado públicamente que el Consistorio no ha hecho públicos los datos recogidos por las estaciones de medición de calidad del aire y ruido, infraestructura financiada, además, con fondos europeos.
Tampoco ha facilitado los informes técnicos que justificarían la elección del área delimitada ni ha hecho partícipe a la ciudadanía del proceso, tal y como exige la legislación europea en materia medioambiental.
En lugar de abrir un debate público, el gobierno municipal ha optado por aprobar el proyecto a puerta cerrada, sin apenas margen para la participación vecinal ni para la presentación de alegaciones informadas.
La sensación, según denuncia la Asamblea, es que todo está diseñado para cumplir con el expediente, sin voluntad real de mejorar el aire que respiran los santanderinos.
Y eso, en palabras del colectivo, no es solo negligencia, sino una forma de negacionismo encubierto de la emergencia ambiental que vive la ciudad.
En un comunicado emitido con motivo del Día Internacional del Aire Limpio, la Asamblea ha sido contundente: “No se trata de una política errónea, sino de una decisión deliberada que pone en peligro la salud de la ciudadanía”.
Según estudios internacionales citados por el propio colectivo, si Santander respetara los estándares de calidad del aire de la Organización Mundial de la Salud, podrían evitarse entre 118 y más de 500 muertes prematuras al año.
Una cifra que, aunque pueda parecer exagerada, evidencia el coste humano de una política urbana mal diseñada.
Las críticas no vienen solo del activismo. Diversos expertos en urbanismo y sostenibilidad han señalado la falta de ambición del plan de ZBE aprobado.
Consideran que reducir la movilidad contaminante a través de zonas restringidas no solo es una obligación legal, sino una oportunidad para rediseñar la ciudad, hacerla más habitable y saludable.
Y sin embargo, Santander parece haber optado por una versión mínima, sin apenas restricciones reales y con numerosas excepciones que desvirtúan el objetivo de la norma.
Desde el Ayuntamiento, por su parte, se escudan en que este es solo un primer paso, que el plan podrá ampliarse más adelante y que se han seguido los cauces administrativos establecidos.
Pero para la Asamblea, esas palabras suenan a excusas. Temen que, una vez aprobada la ordenanza con carácter definitivo, cualquier modificación quede en el olvido, enterrada bajo el peso de la burocracia y el desinterés político.
En respuesta a esta situación, los colectivos implicados han anunciado que recurrirán a todas las vías posibles.
Exigen al Ayuntamiento el acceso inmediato y público a todos los datos medioambientales y reclaman la celebración de un debate abierto, con presencia de medios, en el que la alcaldesa Gema Igual responda directamente a las dudas y preocupaciones de la ciudadanía.
No descartan acudir al Ministerio de Transportes, al Defensor del Pueblo e incluso a la Fiscalía si consideran que puede haberse incurrido en una malversación de fondos públicos.
Mientras tanto, ya han comenzado a organizar sesiones informativas en distintos barrios de la ciudad para explicar a la población cómo la calidad del aire afecta directamente a la salud, especialmente la de niños, personas mayores y embarazadas.
Quieren que la ciudadanía entienda que esto no va de ideologías, sino de pulmones. Que no se trata de una pelea política, sino de una lucha por la vida.
El caso de Santander es un reflejo más de la tensión creciente entre gobiernos locales y colectivos ciudadanos en torno a la sostenibilidad urbana.
Pero también es una advertencia: la política medioambiental no puede ser solo una foto para cumplir con Europa.
Si la salud pública no está en el centro de las decisiones, entonces no estamos ante una Zona de Bajas Emisiones. Estamos, simplemente, ante una gran farsa.



